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¿Irse o quedarse? El dilema que enfrentan los locatarios del barrio Lastarria
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Es hora de irse o de quedarse? Es la dicotomía que enfrentan propietarios de negocios emblemáticos de Lastarria, sector que el viernes 30 de julio fue asolado por una turba de unos 50 indignados. Arrasaron prácticamente con lo que vieron, incluyendo mesas y ventanales, golpeando a personas que estaban comiendo, con una furia, al parecer, carente de contenido. Testigos dicen que no hubo consignas ni panfletos ni nada parecido a un discurso.
“Simplemente fue odio”, resume Cristián Correa, dueño del restaurante Mulato, ubicado junto a la plaza del mismo nombre y a pasos del Museo de Artes Visuales, cuyo mural de Roberto Matta es una típica postal del barrio. Correa, que fue chef del Mestizo de Vitacura, quiere hacer una distinción: hay demandas que él comparte de las protestas iniciadas el 18 de octubre de 2019, pero la violencia que él vio el viernes es otra cosa.
“Este es un barrio histórico y siempre va a reflejar lo que sucede en el país, para bien o para mal”, reflexiona.
Y reconoce estar traumatizado. “Es que fue tal el grado de ira, que ya no retengo algunos detalles. Recuerdo que el 30 de julio estábamos llenos, igual que el resto de locales de Lastarria. Todos con las terrazas a tope. Creo que fue a las 8 de la tarde. Nosotros teníamos unos 40 clientes. Era un buen viernes, que solían ser los mejores días acá antes del estallido. De pronto aparece un grupo de 50 cabros destruyendo todo, dando vueltas las mesas, increpando a la gente con insultos. Uno notaba una gran disconformidad, rabia, desagrado. Seguramente nos veían como burgueses privilegiados”.
Sobre las pérdidas comenta: “A mí me rompieron los ventanales grandes, aparte de que los clientes escaparon asustados y no pagaron la cuenta. Es muy fuerte sentirse agredido de esa manera y de hecho me cuesta hablar del episodio. Una cosa son las protestas pacíficas que muchos apoyamos y otra es esta violencia que se está escapando de las manos. Fue una experiencia difícil, pero no: no voy a irme a otro lado”.
Correa llegó hace 10 años a este lugar, un centro neurálgico de la bohemia santiaguina, donde antes estaba el café que vio nacer las primeras tertulias de lo que luego sería la nueva narrativa chilena. El propio Bolaño lanzó aquí un libro, La pista del hielo, en 1998, en una plaza atestada y con Carlos Franz como improbable presentador. Franz sería tratado con desdén por Bolaño: lo llamaría uno de los “donositos”, es decir, escritorcillos bajo la tutela de José Donoso.
El Mulato es un clásico de Lastarria, tal como otros cuatro locales que visitamos para tomarle el pulso al sector después del paso de la turba. Recorrimos sus calles de día y de noche y nos sorprendió descubrir la resiliencia de un barrio que se niega a bajar el telón.
Minimarket Yasmín
Los que viven en el sector del Parque Forestal conocen de sobra a este almacén, que los madrugadores agradecían porque vendía alcohol y comestibles hasta altas horas de la noche. Su dueño, Kari Jina, se hizo conocido en marzo cuando se defendió con una pistola de fogueo contra encapuchados que intentaron saquear su local. Dice que lo atacaron con piedras, que le rompieron la cabeza y que por eso tiró disparos al aire.
“Este odio lo vengo viendo desde octubre del 2019. No es novedad lo que pasó el viernes antepasado. Por suerte ese día alcancé a cerrar el establecimiento, vimos como destruían todo, las mesas las rompían para hacer barricadas”, dice Jina. “Yo estaba con unos cinco clientes; después de bajar el portón los llevé a mi subterráneo. Ahí pudimos protegernos. Estuvimos media hora encerrados. Yo me puse mi máscara anti gas, que me compré después de las primeras protestas. De hecho creo que ha habido jornadas aún más violentas, como la del Día de la Raza en 2020”.
“Claro, a veces me dan ganas de irme, pero no voy a dejar el almacén así como así”, afirma. “Piensa que mi familia lleva 50 años acá, cuando yo nací ya existía el local. Eso sí, como ya no puedo vender hasta la madrugada, que es cuando recibía los mayores ingresos, he ido diversificando el negocio: aparte de mini market y botillería, ofrecemos comida para llevar. Debo estar vendiendo la mitad de lo que vendía antes, unos 45 millones. Por eso estoy invirtiendo en Miami, donde tengo departamentos y un local de Pizza Hutt”.
Jina dice que el mayor cambio ha sido la gran cantidad de vecinos que se han ido. Y pone como ejemplo, el edificio de estacionamientos de calle Merced, frente a su local: “Antes del estallido la lista de espera era de 200 personas. Ahora sobran los estacionamientos”.
Les Assassins
Es el miércoles 4 de agosto, pasadas las seis de la tarde y Lastarria, que ha vivido una jornada tranquila hasta ese momento, comienza a llenarse de carabineros. Y el rumor se esparce rápido: según los uniformados, habrá protestas en Plaza Italia, lo que augura violencia en el barrio. Un carabinero le pide el carné a una vendedora informal de libros. La mujer se resiste. “No te preocupes, no te vamos a hacer nada. Solo me muestras tu documento y te recomiendo que te vayas porque va a haber incidentes”, asegura el suboficial.
Juan Carlos Cheyre, dueño de Les Assassins, un bistró que lleva décadas en el sector, dice que ha vistos escenas parecidas, porque según él hay mano blanda con el comercio ilegal, que casi copa las veredas de la calle Lastarria y el sector frente a la Plaza Mulato Gil de Castro. “La alcaldesa (la comunista Irací Hassler) es muy joven y quizá le falta el carácter y la experiencia para enfrentar el embate del comercio callejero”, opina.
“Nosotros con mi madre inauguramos en 1965. O sea quiere decir que somos el restaurante más antiguo en Santiago en el mismo lugar y con el mismo dueño”, añade Cheyre, al frente de este imperdible francés del barrio, concurrido por intelectuales como la sicoanalista Francesca Lombardo y los escritores Jorge Edwards y Radomiro Spotorno, entre otros. También, según el propietario, llegaban políticos como Allende y más tarde Ricardo Lagos.
“Fue el estallido el que cambió el perfil del barrio. Usted sabe que los viernes los vándalos iban a la Plaza Italia y los carabineros los corrían y llegaban hasta acá, a las puertas mismas del restaurante en Merced. Durante unos tres meses tuvimos que cerrar los viernes en la noche. Después vinieron las cuarentenas. Estuvimos cerrados seis o siete meses y ahora abrimos hace un par de semanas”, dice.
Sin embargo, ya no abre en las noches, pero a la hora de almuerzo le va muy bien. “El barrio se llena porque la gente anda con plata, gracias a los retiros de las AFP”, sostiene.
Si de él dependiera, en todo caso, se iría. Ya se fue su hijo, que era el administrador. “Con esta debacle económica se fue a trabajar a Chillán, y le va muy bien y no quiere volver. Distribuye 30 mil kilos diarios de paltas”, describe. Dice que pensaba vender el derecho a llave del restaurante porque, sea el gobierno que sea, “le va a costar mucho mantener el orden, aunque sean 50 pelagatos”.
Su decisión es trabajar hasta diciembre, cerrar un mes y si la cosa se pone peor, quizá de forma permanente. El local lo arrienda hace 56 años y hoy paga apenas 500 mil pesos al mes.
Sobre los ataques violentos de los viernes, señala: “Vienen todos de negro, encapuchados, con las mochilas llenas de piedras. El 30 de julio había unas 500 personas en las terrazas: ven gente comiendo, y les baja el odio. Les pegaron a los comensales, los patearon en el suelo, fue una batalla campal. Hay un rechazo al sistema, aunque no lo verbalizan claramente”.
Cuenta que, además, tiene un problema con las patentes. “No me quieren renovar, por un error mío, fui a pagar las patentes porque tenía plazo hasta el 31 de julio y me dicen que ya había pasado el tiempo. 56 años de trabajo no pueden irse al suelo por una equivocación involuntaria”.
Tuvo que despedir a dos personas que llevaban 20 años trabajando. “Tuve que indemnizarlos por unos $ 15 millones”, relata. Pese a todo, las últimas semanas el panorama ha sido positivo. “Hoy jueves hubo mucha gente, lleno total. Por el momento es buen negocio, pero muy estresante, cansador, no tengo interés en seguir haciendo esto”.
Berri
“Fue horrible. Estaba acá. Teníamos mesas afuera. Al vecino le rompieron todas las vitrinas. Pero el público se cuadró conmigo y entraron todos con sus mesas, era una batahola. Si no fuera por eso, los cabros me hacen polvo. Como no hay letreros acá, no alcanzaron a reaccionar, no se dieron cuenta que había un bar”.
Quien habla es Eduardo de Azcuenaga, dueño del mítico Berri, un restaurante fundado en 1985, que es como un secreto del barrio, porque apenas tiene señalización y está medio escondio. A Azcuenaga le dicen “Don Berri” y es una figura legendaria en la restauración capitalina. Tiene un grado de parentezco con la familia dueña de los Liguria y algunas de sus ideas se plasmaron en el antiguo Liguria de Manuel Montt.
Azcuenaga, que fue administrador de Confitería Torres, tuvo tienda de antigüedades y es cosa de entrar al Berri para darse cuenta que tiene buen ojo. Antes del estallido tenía planeado abrir un nuevo salón del restaurante, ubicado en los pisos superiores. Lo estaba restaurando y pensaba inaugurarlo en diciembre, pero el proyecto quedó en el limbo.
“Uno no puede vivir así”, se queja. “No tengo ganas de abrir los días viernes, porque corro el riesgo de que no solo me rompan los muebles. Si tiran molotov para dentro todo esto es madera seca de 120 años”.
“Desde el inicio del bar este es el peor momento, absolutamente. Con el estallido y la pandemia, he perdido mucha plata, unos 60 palos. Pedí 20 millones de fogape, y me duraron nada”.
“Yo creo que este sector es emblemático para la gente que protesta. Lo quieren destruir por lo que significa, gente con plata que viene a carretear”, comenta y recuerda un episodio de ese viernes de furia. “Una chica joven pasaba en bicicleta y era parte de ellos, se baja de la bicicleta y trata de tomar una mesa, le dije: déjame la mesa tranquila. No te explico la cantidad de garabatos, además me dijo: te vamos a venir a quemar el local. ¿Uno puede vivir tranquilo así?”.
“Me gustaría irme hacia barrios más tranquilos”, dice. Y sobre la nueva alcaldesa, apunta: “Hay que dejar de lado el que sea comunista, pero no sé si tendrá el compromiso frente a su partido para reprimir violencia. No lo creo. Hay que ser cauto”.
“Es terrorífico trabajar en este barrio, metí mucha plata por un sueño (los nuevos salones), perdí todo”, afirma y cuenta que antes del estallido, sospechó que algo venía. “Antes del 18 de octubre, el barrio ya estaba efervescente. Con mucho vendedor ambulante en la calle, algo pasaba. Aquí, por ejemplo, a la salida los jóvenes ocupan toda la entrada del edificio, dejan todo sucio. Las tiendas de moda que había se fueron porque no entraba clientela. Yo les arrendaba los locales”, recuerda.
Librería Ulises
“Somos como el ave fénix”, dice Elena Bahrs, dueña de la librería Ulises inaugurada en 2010: una exquisita y enorme tienda diseñada por el arquitecto Sebastián Gray. Ella es de quienes no dejan el barrio por ningún motivo, pese a que desde su apertura, justo para el terremoto, ha vivido sacudones fuertes.
Antes de ser librera trabajó en la galería Isabel Aninat. Su marido era banquero y los dos tenían el sueño de hacer un giro y vender libros. Pero otro remezón vino en 2014, cuando enviudó. Como si fuera poco, sus socios –que tenían otras sucursales- quebraron. “Desaparecieron y dejaron deudas”, dice.
Algunas pensaban que la librería le iba a quedar grande el barrio. “Pero no fue así”, exclama. “Claro que nos ha tocado durísimo, pero no me arrepiento”.
Agrega que desde el estallido perdieron clientela, sobre todo familias que venían los fines de semana. “A partir del 18 de octubre era aquí todos los días bombas. Las ventas bajaron un 40%, después un 90%, y tuvimos las cuarentenas más largas del país, se juntó todo. Gracias a Dios hay una reja en la entrada del pasaje que nos ha salvado. Este fue el viernes más violento, yo estaba ese día, cerré a las 7 y avisé para que cerraran la reja. Sin reja no tenemos librería”.
“Los restaurantes que daban a la calle se llevaron la peor parte, tiraban las sillas para hacer barricadas. Bueno también lo de Fabiola Campillai (cuando se revocó la prisión preventina del carabinero acusado de dejarla ciega) fue que le hubieras dado bencina al fuego. Fue una provocación. El viernes en la mañana se sabe que el inculpado pasa a arresto domiciliario y en el barrio no podíamos esperar otra cosa que protestas”.
“Es una zona de sacrificio, fui al banco a pedir un crédito y me decían: no, porque estás en zona cero. Pero esta librería es demasaiado linda y no me voy a ir. En vez de cambiarse a otro lugar, prefiero cerrar. Nosotros no nos vamos, somos fieles a Lastarria”.
“He visto a los que hacen destrozos y hay de todo: cabros chicos, de 15 años, algunos drogados. Una noche se encontraron dos pandillas narco, que venían de Bellavista. Pero esto no es lo mismo de octubre, cuando todos queríamos el cambio, y las reformas. El viernes salir a enfrentar a carabineros es el gran carrete. Es gente que quedó en la nada misma, por la desigualdad: un tema de país”